Cuento


Fetiches de Transilvania

Cuauhtémoc Rodríguez

Los vientos de aquella lejana revolución parecían haberme rescatado para siempre de los vampiros que se me aparecían desde que era muy chico. Sin embargo nunca me imaginé que ese aliento que se respiraba en esa hacienda revolucionaria,  cercana a mi nueva casa, lejos de ahuyentar a esos espectros de mi vida, se me aparecerían después con mucha mayor insistencia.

            Un hecho contundente de lo anterior fue en mi última clase de natación en esa prestigiada escuela que estaba a dos calles de mi casa. Decidí que no regresaría a nadar, cuando una vez al final del entrenamiento, vi una sirena afuera de la alberca dando coletazos de supervivencia, como si quisiera aferrarse a la vida para seguir arrullando con su canto mis sueños llenos de temor a la terrible aparición cotidiana de los murciélagos.

            Entonces pensé en acudir al médico que puso un anuncio en los casilleros de la escuela de natación que decía: “Si te sientes confundido nosotros te ayudamos a conocerte a ti mismo”.

            Fuí al médico, y al contarle mi historia, la primera pregunta que me hizo fue el por qué me gustaba ir tanto al parque que estaba a tras de mi casa si era donde más se me aparecían los vampiros. Yo respondí que me recordaban mucho el lugar donde viví y por eso me costaba mucho trabajo librarme de ese recuerdo, porque a pesar del miedo que le tenía a las apariciones, los relacionaba mucho con mi vida pasada, era una relación miedo-melancolía que yo tenía con esos encuentros fantasmagóricos.

            Algo que no me atreví a contarle a la doctora fue que una forma de pedirle a los vampiros que me dejaran en paz era ir en las madrugadas, totalmente alcoholizado, a una ciudad perdida que estaba muy cerca de mi casa, porque siempre he pensado que retar a la muerte puede ser una buena forma de no tenerle miedo a la vida. Siempre me ha gustado imaginarme que nadar es una forma de revolcarte con la muerte.

            Por eso no le dije a la doctora que la sirena moribunda me pidió siempre recordar que los murciélagos tan solo son estrellas vestidas de luto revoloteando para revivir la triste luz que llevo en la mirada.

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