Poesía


El Día



Cuauhtémoc Rodríguez



Sin siquiera conocer

cuál fue la beligerante mano autora de su arrojo,

vuela a punto de estallar la noche:



araña que cuelga                         

desde lo alto del telón

que se levantará al grito de batalla

declarado por el voceador.

Mercader de esa arma tan letal

en el campo de batalla de la vida,

como la leperada que revira ante el piropo

entonado por el lujurioso cantarín

-fanfarrón de la majestuosidad del arte

que dibuja la faena perpetrada sobre el paredón de la cantina-

hacia el cabildeo que lleva en la cadera

aquella exuberante señorita.




--------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------



R.I.P.



Cuauhtémoc Rodriguez

México DF




                                           


Desde que te llevaron a otro lado

la ciudad es como el panteón de día,

están todos pero no hay nadie.



Solo el viento que reparte caricias accidentales

y mi reloj que ya no arrulla la espera de

mis encuentros con nadie.



                                 Aun recuerdo tu piel                   

plagada de besos anónimos,

y las noches cuando tu perfume

me decía que no

estas para mí.



Desde que te llevaron a otro lado,

mi soledad -resignada como el

árbol calcinado-, rememora tu

indiferencia, sostén del techo

de mi insomnio.



Hoy ya no jugamos

al teatro de la identidad,

ni caminamos por la misma

calle silenciosa que

tanto te gustaba.

Ahí te regale un

racimo de eternidades

que nadie te había regalado.



Tu me regalaste una

adivinanza en forma de sombra.



Enmudecido como naufrago

sin idioma -el amor es sórdido

cuando es robado-,

recojo las circulares que reparte el

viento al azar invitando al olvido.


Quien te llevó no sabe que 

en el horizonte el día y la noche

se toman de la mano hasta que la

muerte los separe.



Yo, como el naufrago, en esta banca me detengo

a acampar en el centro de la vida,

por eso estoy seguro que no regresarás,

y que yo ya no te esperaré.



Desde que te llevaron a otro

lado no todo es oscuridad.



La luna es la prueba de que

la noche tiene un punto débil...



Mi muerte también.




--------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------




Hotel Mercedes Avenue



Cuauhtémoc Rodríguez



De entre los escombros de la noche   
alcanzo a ver como lentamente 

va estirando hacía mí su mano el día

que se inclina para rescatarme, pero no sin la advertencia

de que afuera está esperando otra vez la vida.



Caminas por el pavimento,

tu perfume –esa enredadera que

se trepa entre mi cuerpo- le dice   

al invidente que es la hora

de ir a trabajar.



El tacón de tu zapato

es el templete donde

lanzas la repetición de tu pregón:

abres la convocatoria

para enlistar en tu milicia al feo y

condecorar la valentía del inseguro.



En el callejón -jardín del briago-

la hipnosis del mirón se postra

en la antesala del periplo

donde las niñas se tiran a rapel,

púberes esquivas al señuelo tentador

que les lanza para enmascarar a su afilada hoz la muerte.



En el otro andén, el tugurio ha clausurado

el paredón que resguarda su frontera.

Ahora cruza un parroquiano

-ya sin los privilegios de su pasaporte- hacia el exilio,

y quien despierta tu corazonada

de que éste sí será un soldado

dispuesto a perpetrar el derrumbe de la noche.



En el Hotel Mercedes Avenue, los pactos

de sangre de nuestra hermandad

se firman a media luz intermitente

y con el rojo del labial que en mi camisa acusará

la barbarie que coloca el sello oficial de mi perjurio.









En el techo hay un espejo   

cuya hegemonía sigue aun perteneciendo

a los dominios del mitómano:

paisaje de postal nacionalista

que retrata en su excursión,

por los linderos del final

del Mundo, al vouyerista.



Afuera, en el piso,

el briago al borde de la ruina

le arrebata otro suspiro

al trance de su propia subsistencia,

como el acordeón del closet,

que al escombro

hace vibrar como un quejido de tristeza.



Nuestra clandestinidad fugaz, tan breve

y pasajera como tu faldita azul violeta,

en la mañana crecerá más grande que la vida misma

con la expectativa de pasar a la posteridad

en esa célebre página de nota roja.



Al amanecer, abro con galanía

el portón de espejos

del Hotel Mercedes Avenue,

y al salir, no es el día que

me invita a la conquista

de su territorio bélico;

es solo la puta que me guiñe:



"Súbete al tren que está por anunciarse

en retirada, la muerte de la gran batalla de tu vida "



--------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------




Psicoanálisis de mis Zapatos



Cuauhtémoc Rodríguez

Mis zapatos nunca se han frustrado

de tener que cabalgar todo el

tiempo hacia la nada,

al contrario, su forma de caminar

es como si siempre fueran

dándole besitos al futuro.



Mis zapatos son el nido

en donde la noche acurrucada

pacientemente espera el nacimiento

sacrílego del día, la noble cortesana.



Son el confinamiento en donde mi alma

desde su destierro se desprende de mi aislada vanidad.



Mientras duermo, a ellos

les encanta presumir el folklor de su vejez

a ras de suelo y luz de luna, cabeza de alfiler,

con el que la parca va tejiendo poco a poco

el vestido áureo que luce la alborada.



Desde muy temprano los anudo

con el cordón recio de la soledad

para que durante su andar no se pueda deformar

el implacable paladar de su ignominia.



Sin embargo, al comenzar sus pasos, yo me siento como un rehén

de su terrible indecisión de ir al frente

o más bien rezagarse en la peligrosa expedición

para rescatar a mi destino

de la arbitrariedad de la catrina.



Jamás escaparán

del laberinto de la vida,

atosigados siempre por ese espíritu que a mí va siempre anclado,

hacedor de su justificada esquizofrenia.



Y aunque se postran como misioneros

nadie se interesa en seguir cada una de sus huellas:

moldes donde se refina cotidianamente

la manufactura de mi inexistencia.



Las estrellas son vestigios

que delatan mis andanzas clandestinas por el lodazal

que deja el sol en su estertor.

Como si antes de ir a pernoctar caminara de puntitas

por encima de la noche eludiendo la impaciencia de la muerte.



Terminando la jornada, veo que mis escarpines

nuevamente han sobrevivido a las heridas consumadas

con el filo de la espada de aquel Dios moribundo.



Y al llegar a casa me quito

lentamente mis zapatos,

al finalizar, miro con curiosidad

la luna que es como la punta rota

del final del universo

y quien presume su inmortalidad

igual que la desfachatez de mi

calcetín agujerado.

--------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------



My sadness dark Arena



A Paul Gascoigne



Cuauhtémoc Rodríguez



Ya ni siquiera puedo contemplar la luna:

esqueleto de balón

que fue enterrado atrás

del párpado del día.



Luz de alcohol y llanto hacen traslúcidos

los jeroglíficos de mi único dialecto: el futbol.



Al agravio, resultado de nuestra intrepidez,

con su pantomima el centurión del otro bando

traza esbozos a mi escudería,

laberinto eterno para el cálculo simplón

de nuestro humilde derrotero.



Una bala que bautiza el halo

de tu nuevo prestigio,

como el clavo hacia la palma de tu zarpa

sobre el leño en aquella cruz acéfala,

indumentaria básica para tu nuevo sacrificio.



Al amanecer el sol resbala

por una ventana de la alcoba

por donde levita el infierno ,

como gota que con gran

ingenuidad poco a poco se evapora

en el perfume trasnochado

que se pone para engalanar

su francachela el Diablo.



Fantasmas del naufragio

que levitan por encima de ese coliseo,

en su mitin las estrellas   

no  deciden cuál de todos esos mundos agoreros

tomará el gobierno

de mi más grande tristeza.



Porque saben que para el placer dominical

aquel altar sencillo y blanco de una portería

me acerca mucho más a Dios que el hastío de la misa

con la falsedad de toda su monserga.

Cayó rompiéndome la espalda

el sol del horizonte:

perchero de oro donde cuelga

su sombrero el enterrador,

luego del fracaso al intentar

con sus manos revivir mi pecho,

y darse cuenta que es solo por tí

que yo me muero.

--------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------










Necropsia de la ciudad

Cuauhtémoc Rodríguez

Eres varias urbes a la vez. Tus ángeles maquinan, caída la mañana, la exhumación de mi bautismo, y además desde temprano me hacen pasar lista ante la tutela de tu otro yo y la lejanía del redoble de la escolta en la primaria. Al amanecer, mientras el briago tambaleante en la puerta del tugurio tapa deslumbrado con el brazo su mirada, igual que los vampiros que le temen a la luz del día, yo le arrebato una hoja al calendario. Aunque más bien pareciera arrancarle emocionado la etiqueta a tu vestido nuevo, porque con el suave techo que va cubriendo al tiempo es que tu te vistes cada día. En la palma de tu mano está la línea de la vida que predice el destino del foráneo y del andarín, calles donde el solitario saca a pasear su propia sombra. En tu callejón, la sombra del rufián recién acribillado huye despavorida del que con la mano se persigna, como el aleteo desprevenido en la paloma cuando llama a misa el campanario. Desde que aprendí a caminar a la ciudad, mi cuerpo ya no huele a mí, huele a todos sus rincones, al perfume perpetuado de la puta que te premia con un beso al final de tu primera vez. Entre el barullo tumultuoso de los bares, un marido juega al espía escurridizo, con la misma duda  temerosa del niño que mirando el aparador aguarda a que el maniquí vaya cobrando vida. La ciudad está llena de días que no comienzan ni terminan, igual a las hojas inconclusas que va arrojando al cesto el escritor frustrado. Hoteles de paso donde los amantes hacen de su abrazo un indescifrable nudo, tan lleno de eternidad como el meticuloso amarre a la agujeta en los zapatos que lleva al caminar el niño. Ahí muy cerca, torres gigantescas que no son el cuartel del súper héroe, simples azoteas desde donde vuela, sin un ángel de la guarda que le hable al oído, el suicida. A la Ciudadela arriban niños para celebrar el fin de la batalla entre los dioses contra el mundo, brincan charcos con la misma intrepidez del militar sorteando trampas de un campo minado. En tu oscuro callejón se encubre para siempre el crimen pasional convertido por el policía corrupto en una simple ratería.La multitud y su cansancio se vuelcan al café de chinos: muelles sin océano por dónde algún día arribarán recitando sus heroicas hazañas el prófugo y el exiliado, o tal vez marinos que derrochaban en cada paradero sus promesas de infinito amor. Dos enamorados que se citan junto a tu gigantesco mástil -ya solitario y sin poder oscilar ninguna nacionalidad- como el delgado incienso por donde se fugan las cenizas de sus adulterios. En el límite de tu frontera una niña en brazos se despide de tus lienzos con su tierno ademán, como si desempolvara con la mano el infinito. En la noche, el estruendo de la sinfonía a la ciudad se apaga. Entonces, la luna curva de tu cielo me remite al garfio que de un solo manotazo ordena un trago en el más recóndito de tus burdeles. Es hora de poner a escurrir el alma en la ventana: tendedero de los huérfanos y de los que tienen apellido popular. Y al pedir hincado por tu bien, te llamaría en diminutivo como la madre cariñosa a su hijo, pero la ciudad se escribe con mayúsculas en la primera plana ofertada por el voceador, quien imitando la misión del clérigo, reparte textos bíblicos siniestros que presagiarán tu muerte.












-------------------------------------------------------------





Tic-tac





Cuauhtémoc Rodríguez





Me despierta la metralla aletargada


de la manecilla:

lengua con que el tenue sol

va dando chupetadas

al descongelamiento de la noche.

Abro los ojos. De mi ventana

cuelga ahorcada una doncella

que no supo la coreografía

al zapatear del aguacero.

Me siento en la cama.

Mientras bostezo,

tallo con los puños mis dos ojos:

desvelo donde me han roto

el corazón,

pero que aún sigue latiendo

a tiempo, como si en mi pecho

estuviera el de quien me lo rompió.

Aunque sé, como es costumbre,

horas más tarde

ella vendrá hacia mí con un alegre trote,

como bailarina que retorna

entre aplausos al encore.

Camino a tientas hasta el baño.

Ahí, la luna asoma una burlona risa,

como aplaudiendo

al vals resbaladizo que ejecuto

en la parodia del sonámbulo.

Me visto, poniéndome el atuendo

que ha aguantado mucho más

a la severidad del tiempo

que la telaraña rota

en la esquina de mi espejo.

Después quito

el seguro de la puerta de mi casa,

al abrirla, con su rechinido tétrico

me avisa que la rutina de mi día

será muy parecida

a alguna de las crónicas

que narra en esa esquina

el pasquín amarillista.

Durante la jornada rememoraré la misma pesadilla

que he tenido a diario desde que era niño,

un espectro me lee la partitura

de la sorda sinfonía

orquestada por el relojero.

En la tarde, un cigarrillo,

cronómetro del preocupado,

cuya ceniza va cayendo

al ritmo de la canción de antaño

que resucita el trovador,

quien al compás irregular se contradice

con el mesurado andar de mi zancada.

Ya en la noche,

antes del ilusorio ritual de la oración,

es cuando de nuevo

hago girar la cuerda a mi reloj,

como si fuera la rifa

de mi destino,

porque no hay fanfarria más monumental

a la llegada de la verdadera muerte 

que la nerviosa risotada

de mi despertador.


-------------------------------------------------------------


Luna



Cuauhtémoc Rodríguez



La luna, es un ataúd abierto

en la víspera del turbulento día.

Una moneda sin valor

suspendida en el aire,

mientras uno de sus lados,

al caer, dictaminará

la magnitud de mi sentencia:

me levanto de la cama hoy

o tal vez quedaré dormido

para siempre.



Es una cabeza de alfiler

con que la muerte va tejiendo al día

y un túnel en el tiempo

donde no encontrará

ningún destino

mi desilusión.



Ahí, mi abandono

traza los límites

de su nacionalidad,

como si mi ventana

fuera el mapa de un pueblo fantasma,

mientras me hinco

ante el conejo y su receta

contra la superchería.



Hacia el horizonte,

se postra como un lunar

al lado de la boca

bostezando sobre la penumbra,

como el que se ahoga

resignado en el océano.



En la madrugada

le regala al artesano la clandestinidad

que hay en el diván donde se recuesta

la mujer desnuda,

mientras afuera sirve como mesa

donde juegan

al azar los indigentes.



La luna es la máxima presea

inspiradora de las argucias

del Donjuán.

Y también sirve de ostia

para comulgar

a todos esos desahuciados

que pronto morirán

de desamor.



Le gusta llevar

la bitácora del mendigo:

en las noches se ocupa

preparando la emboscada

a los feligreses de su hegemonía,

y además se convierte

en una brújula

que encaminará a la carta en la botella

bendecida por el náufrago.



Es el único  testigo

del deseo incumplido

en la plegaria noctámbula infantil.

También del pacto roto

entre la noche y la luz del día

que consiste en no robarse

miembros entre su congregación



La Luna, redonda

como el dibujo de una cara,

que en la infancia hacíamos todos

y nos arrebataba una carcajada.



Hoy, tan sin razón de ser,

como la palidez del miedo

que he sentido siempre

por la vida, pero como la moneda,

tan preciada por el pordiosero,

girando golpetea

contundente sobre el pavimento

igual al mazo que usa el juez,

para dar el veredicto a favor

de la chiripa de mi buena suerte.


--------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------




Colilla de cigarro





Cuauhtémoc Rodríguez





Antes del comienzo

de tu penosa agonía,

eras la señal

donde miraba la ruta

que debo de seguir

hacia mi más grande sueño.

Pero después,

ya inerte en el piso,

solamente camuflajeas la bala

perdida que incrimina

al asesino.



Para el holgazán,

eres el retrato hablado

de un diente postizo

que ha perdido entre la rebatinga

el mafioso.

Y en la maceta

de la flor marchita,

tumba que improvisa para ti

el meditabundo,

no podrás ser reconocida

por ninguno de tus feligreses

entre los cadáveres

de un ejército abatido.



En la mañana,

la ciudad

también apagará sus luces

lista para gobernar

al mundo entero:

provincia del inapagable universo

que aún habita en tí,

colilla de mi último cigarro,

y que en breve te convertirás,

bajo el zapato poseído,

por el mandamás de tus infiernos,

en la soberanía

de mi más grande conquista.


--------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------


In Memoriam

 

Cuauhtémoc Rodríguez

 

Cuando muera,

y nadie se acuerde

de quién fui,

el erudito no hará retumbar

mi nombre entre el eco

de la callada biblioteca,

ni seré materia de debate

entre el revolucionario y el conservador.

Solo pediré que me dejen

ser devorado entre la tierra

por el feroz enjambre

de mi monotonía.

 

Al morir, no podré

ser el modelo

para el vendedor de souvenirs,

ni tampoco convertir

mi alma en mapa

en donde el feliz imitará

la misma ruta.

 

A la hora de dormir,

como el niño rezagado

al paso presuroso de su madre,

estiro mi brazo

para alcanzar la mano

que se me escabulle de la muerte.

Aunque el perro

esperando al

tren de madrugada

olfatea mi alma en pena

para comprobar

si huele a vivo.

 

Al rezar arrodillado

pediré que se cumpla

la constante súplica a su Dios

de mi enemigo:

moriré como el cobarde

-derrotado en la batalla

por el súper héroe-

en el total anonimato.

 

Por eso no podré ser

el slogan de la revolución

del sublevado.

 

Mis iniciales

no serán letra sobresaliente

en el abecedario

de las enciclopedias,

y no habrá una estatua mía

que impondrá su autoridad

frente a los niños

que ante mis esculpidos ojos

se batirán a duelo

en una cascarita.

 

Menos aún,

en mi cripta se formará

un nuevo horizonte

que por fin

sea la inspiración

para la gran historia

que esperaba

el novelista trasnochado.

Y durante mi velorio

no habrá quien contrate

la embriaguez y lloriqueos

de la actuación mediocre

del histrión.

 

No quiero reencarnar

y convertirme en el nuevo miembro

del clan de la felicidad.

Prefiero ser como la luna,

que solo renace para poder

ser admirada una vez más,

según el último deseo

de la carta escrita

por el condenado a muerte.

 

La voz del viento

es el Réquiem que se canta

a la partida de esta vida

del abandonado y del solitario.

Como yo, que me iré

siendo enterrado hasta el fondo

de mi ancestral espejo:

vitrina vacía de los trofeos

que nunca recibí.

 

Cuando yo me vaya

nadie se conmoverá

con la austeridad

de mi dedicatoria,

ni habrá grandes magnates

comprando las páginas

enteras de mis obituarios.

Solo unos fisgones

que entre su chismorreo

mostrarán indiferencia

ante la pulcritud al excavar

de mi sepulturero.

Pero mientras cae la tarde

las estrellas poco a poco

formarán la noche

y su enmudecimiento,

como si así

el universo entero

entregará respetuosamente

ante mi tumba

un minuto de silencio.


--------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------

Candil entre la bruma del Támesis

                       

Cuauhtémoc Rodríguez

 

Mientras eres el fulgor que retracta el deseo de aventarse hacia el río del suicida, es la gran urbe perdida quien te busca como el invidente tratando de encontrarse con la luz del día.

 Eres motivo suficiente para el exiliado que prefiere la cancelación de su salida  para ver tu resplandor por siempre, que regresar a los encantos de su tierra. Además, luz que incita al beso eterno de los enamorados que por fin se han dado el sí.

 Eres más sutil que la lámpara del policía alumbrando el cerrojo donde entra la llave que no puede encontrar el alcoholizado. Pero necesaria como la antorcha apretada por la mano del hereje que huye presuroso ante la bandada de los sádicos inquisidores.

 El río que se rinde ante tus pies jamás le ha temido a los gestos de terror cuando se le aparece el mar, porque se acuerda, cómo de una gran mordida, había desenterrado la osamenta bendecida ya por la mano tremola del Dios Baco. Y quien conoce mucho más los siete mares que el prestigiado capitán, abuelo de Lord Byron.

 Una banca es el perfecto podio para que el parlamento de indigentes dicte la severidad de tu sentencia, quienes a coro de blasfemias se posesionan de la inocente alma que levita sobre tu escultor.

 Además, tu mástil parece un santuario viejo donde una pareja hace perpetuo su amorío con la firma rústica de un corazón con una flecha y sus iniciales. Estandarte de las conquistas que lleva en su haber la leyenda narrada por tu imperio.

 En cambio, yo te admiro más que al nacionalismo de mi noctámbula rutina, cuando salgo de mi casa a observar la luna con melancolía, recostado en el techo del vagón abandonado.

 Algún día el cauce morirá, más no el universo deambulando entorno a la brevedad de tu perfecta órbita. Pero hoy, la gran urbe que ha sido borroneada como la tarea mal hecha de los niños, se reescribe.

 Y mientras el briago muere de tristeza abrazado de tu pedestal, tu luz junto al revoloteo de una palomilla conmemoran -como si fueran orquestados por el desvelo del farero- el arribo al puerto de la vida de una ciudad que parecía morir como la gota de la lluvia: náufrago dando gritos de auxilio en medio de la inmensidad de mi ventana.

-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------


Encore para el moribundo

 

Cuauhtémoc Rodríguez

 

Poseído por tu alma de profeta,

culpas del perverso maleficio que te aflige

al mutismo de la luna.

Tan redonda y alta

como las agudas notas

de tu noctámbulo silbido, cuyo compás exacto

no coincide con lo sincopado

en tus lúgubres latidos.

 

En el rincón de una barra del tugurio

la puta y el gitano escuchan

boquiabiertos tu monólogo sublime,

pretexto para limosnear

a la élite de los presentes un trago más

de sus licores prestigiados.

 

Después, la muerte, te va llevando lento

de la mano hacia la luz final del túnel,

igual que el púber haciendo la obra buena

de cruzar la transitada calle

con el achacoso anciano.

 

Tu sombra se suicida arrojándose

al vacío de la noche,

envidiando no poseer

una impecable dentadura

como la boca transparente de la luna.

 

Extraviadas cenicientas

alérgicas al día, son los únicos testigos

del léxico florido

que firma la declaratoria de guerra

en contra del mentor

que no acredita tu fantástica mitología.

 

Entonces

imitas a la prostituta,

quien mientras amanece,

se viste con el disfraz modesto

que llevan puesto los profesionistas,

para así ocultarle al intachable

antecedente familiar

su verdadero oficio.

 

Y parodias -como en la pista principal

circense- lo que escribe en su diario,

que oculta por debajo

de la almohada, el infeliz.

 

Pero antes bautizarás

con tu exorcismo

al demoniaco pie

del árbol ancestral:

alma ultrajada

que con blandengues manos

por fin bendice velozmente a la otoñal aurora,

como la otrora rítmica que se agita,

la bandera diminuta del infante

en el desfile tradicionalista.

 

Mientras tanto te levantas, renaces,

y las madrugadoras aves inmortalizan

al unísono tu pegajosa tonadita.

Silbas con el triunfalismo

del que regresa al escenario

para hacerle reverencia

al único pero repetido aplauso

de quien te dice ser

un gran admirador,

por haberla esquivado otra vez,

la muerte.

 

-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------


Peripecias de un mirlo

 

Cuauhtémoc Rodríguez

 

Poco antes del amanecer

eres el solista principal,

con tu sublime voz,

del programa dedicado a la tremenda sinfonía

que ejecuta mi despertador.

 

Y al abrir los ojos, desde mi ventana te observo

manteniendo el equilibrio

entre el angosto precipicio que divide

a la noche con el día.

 

Antes de salir

a conquistar el mundo,

en una fuente,

un dios ya muerto

te bautiza con el nombre

que te da la magia                                     

para gobernar el cielo,

tan infinito como el gran vacío

donde se estaciona

mi eterna soledad.

 

Eres compañero cotidiano

de la viuda y del solitario,

a quienes hablas al oído

para que tomen

mejores decisiones

a las dictadas

por sus ángeles de la guarda.

 

Vuelas con tu cuerpo color gris:

camuflaje para los infantes

que te persiguen con sus resorteras

entre lo descolorido del día nublado.

Como mis lágrimas

que también pasarán desapercibidas

al desatarse la tormenta

 

En la tarde

picoteas como si suturaras

cuidadosamente el horizonte:

profunda herida que me ha dejado

nuevamente durante la jornada

un arraigado desamor.

 

Por eso antes de dormir te escucho

imitando a una mujer

que llega alegre hasta la puerta de su casa,

cuya elegancia en su silbido

me demuestra cómo la felicidad

es algo que aprendió siempre de ti,

pero jamás conmigo.

 

 





Comentarios

Entradas más populares de este blog

¡Como nunca! La música al alcance de tus manos