El Día
Cuauhtémoc Rodríguez
Sin
siquiera conocer
cuál fue la
beligerante mano autora de su arrojo,
vuela a
punto de estallar la noche:
araña que cuelga
desde lo
alto del telón
que se
levantará al grito de batalla
declarado
por el voceador.
Mercader de
esa arma tan letal
en el campo
de batalla de la vida,
como la
leperada que revira ante el piropo
entonado
por el lujurioso cantarín
-fanfarrón
de la majestuosidad del arte
que dibuja la
faena perpetrada sobre el paredón de la cantina-
hacia el cabildeo
que lleva en la cadera
aquella
exuberante señorita.
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R.I.P.
Cuauhtémoc
Rodriguez
México DF
Desde que te llevaron a otro lado
la ciudad es como el panteón de día,
están todos pero no hay nadie.
Solo el viento que reparte caricias accidentales
y mi reloj que ya no arrulla la espera de
mis encuentros con nadie.
Aun
recuerdo tu piel
plagada de besos anónimos,
y las noches cuando tu perfume
me decía que no
estas para mí.
Desde que te llevaron a otro lado,
mi soledad -resignada como el
árbol calcinado-, rememora tu
indiferencia, sostén del techo
de mi insomnio.
Hoy ya no jugamos
al teatro de la identidad,
ni caminamos por la misma
calle silenciosa que
tanto te gustaba.
Ahí te regale un
racimo de eternidades
que nadie te había regalado.
Tu me regalaste una
adivinanza en forma de sombra.
Enmudecido como naufrago
sin idioma -el amor es sórdido
cuando es robado-,
recojo las circulares que reparte el
viento al azar invitando al olvido.
Quien te llevó no sabe que
en el horizonte el día y la noche
se toman de la mano hasta que la
muerte los separe.
Yo, como el naufrago, en esta banca me detengo
a acampar en el centro de la vida,
por eso estoy seguro que no regresarás,
y que yo ya no te esperaré.
Desde que te llevaron a otro
lado no todo es oscuridad.
La luna es la prueba de que
la noche tiene un punto débil...
Mi muerte también.
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Hotel Mercedes Avenue
Cuauhtémoc Rodríguez
De
entre los escombros de la noche
alcanzo
a ver como lentamente
va estirando
hacía mí su mano el día
que
se inclina para rescatarme, pero no sin la advertencia
de que
afuera está esperando otra vez la vida.
Caminas
por el pavimento,
tu
perfume –esa enredadera que
se trepa
entre mi cuerpo- le dice
al
invidente que es la hora
de
ir a trabajar.
El
tacón de tu zapato
es el
templete donde
lanzas
la repetición de tu pregón:
abres
la convocatoria
para
enlistar en tu milicia al feo y
condecorar
la valentía del inseguro.
En el callejón -jardín del briago-
la hipnosis del mirón se postra
en la antesala del periplo
donde las niñas se tiran a rapel,
púberes esquivas al señuelo tentador
que les lanza para enmascarar a su afilada hoz la
muerte.
En el otro andén, el tugurio ha clausurado
el paredón que resguarda su frontera.
Ahora cruza un parroquiano
-ya sin los privilegios de su pasaporte- hacia el
exilio,
y quien despierta tu corazonada
de que éste sí será un soldado
dispuesto a perpetrar el derrumbe de la noche.
En el Hotel Mercedes Avenue, los pactos
de sangre de nuestra hermandad
se firman a media luz intermitente
y con el rojo del labial que en mi camisa acusará
la barbarie que coloca el sello oficial de mi perjurio.
En el techo hay un espejo
cuya hegemonía sigue aun perteneciendo
a los dominios del mitómano:
paisaje de postal nacionalista
que retrata en su excursión,
por los linderos del final
del Mundo, al vouyerista.
Afuera, en el piso,
el briago al borde de la ruina
le arrebata otro suspiro
al trance de su propia subsistencia,
como el acordeón del closet,
que al escombro
hace vibrar como un quejido de tristeza.
Nuestra
clandestinidad fugaz, tan breve
y
pasajera como tu faldita azul violeta,
en la
mañana crecerá más grande que la vida misma
con
la expectativa de pasar a la posteridad
en
esa célebre página de nota roja.
Al amanecer, abro con galanía
el portón de espejos
del Hotel Mercedes Avenue,
y al salir, no es el día que
me invita a la conquista
de su territorio bélico;
es solo la puta que me guiñe:
"Súbete al tren que está por anunciarse
en retirada, la muerte de la gran batalla de tu vida "
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Psicoanálisis de mis Zapatos
Cuauhtémoc Rodríguez
Mis zapatos nunca se han frustrado
de tener que cabalgar todo el
tiempo hacia la nada,
al contrario, su forma de caminar
es como si siempre fueran
dándole besitos al futuro.
Mis zapatos son el nido
en donde la noche acurrucada
pacientemente espera el nacimiento
sacrílego del día, la noble cortesana.
Son el confinamiento en donde mi alma
desde su destierro se desprende de mi aislada
vanidad.
Mientras duermo, a ellos
les encanta presumir el folklor de su vejez
a ras de suelo y luz de luna, cabeza de alfiler,
con el que la parca va tejiendo poco a poco
el vestido áureo que luce la alborada.
Desde muy temprano los anudo
con el cordón recio de la soledad
para que durante su andar no se pueda deformar
el implacable paladar de su ignominia.
Sin embargo, al comenzar sus pasos, yo me siento
como un rehén
de su terrible indecisión de ir al frente
o más bien rezagarse en la peligrosa expedición
para rescatar a mi destino
de la arbitrariedad de la catrina.
Jamás escaparán
del laberinto de la vida,
atosigados siempre por ese espíritu que a mí va siempre
anclado,
hacedor de su justificada esquizofrenia.
Y aunque se postran como misioneros
nadie se interesa en seguir cada una de sus huellas:
moldes donde se refina cotidianamente
la manufactura de mi inexistencia.
Las estrellas son vestigios
que delatan mis andanzas clandestinas por el lodazal
que deja el sol en su estertor.
Como si antes de ir a pernoctar caminara de puntitas
por encima de la noche eludiendo la impaciencia de la
muerte.
Terminando la jornada, veo que mis escarpines
nuevamente han sobrevivido a las heridas consumadas
con el filo de la espada de aquel Dios moribundo.
Y al llegar a casa me quito
lentamente mis zapatos,
al finalizar, miro con curiosidad
la luna que es como la punta rota
del final del universo
y quien presume su inmortalidad
igual que la desfachatez de mi
calcetín agujerado.
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My sadness dark
Arena
A Paul Gascoigne
Cuauhtémoc
Rodríguez
Ya ni siquiera puedo contemplar la luna:
esqueleto de balón
que fue enterrado atrás
del párpado del día.
Luz de alcohol y llanto hacen traslúcidos
los jeroglíficos de mi único dialecto: el futbol.
Al agravio, resultado de nuestra intrepidez,
con su pantomima el centurión del otro bando
traza esbozos a mi escudería,
laberinto eterno para el cálculo simplón
de nuestro humilde derrotero.
Una bala que bautiza el halo
de tu nuevo prestigio,
como el clavo hacia la palma de tu zarpa
sobre el leño en aquella cruz acéfala,
indumentaria básica para tu nuevo sacrificio.
Al amanecer el sol resbala
por una ventana de la alcoba
por donde levita el infierno ,
como gota que con gran
ingenuidad poco a poco se evapora
en el perfume trasnochado
que se pone para engalanar
su francachela el Diablo.
Fantasmas del naufragio
que levitan por encima de ese coliseo,
en su mitin las estrellas
no deciden
cuál de todos esos mundos agoreros
tomará el gobierno
de mi más grande tristeza.
Porque saben que para el placer dominical
aquel altar sencillo y blanco de una portería
me acerca mucho más a Dios que el hastío de la misa
con la falsedad de toda su monserga.
Cayó rompiéndome la espalda
el sol del horizonte:
perchero de oro donde cuelga
su sombrero el enterrador,
luego del fracaso al intentar
con sus manos revivir mi pecho,
y darse cuenta que es solo por tí
que yo me muero.
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Necropsia de la ciudad
Cuauhtémoc
Rodríguez
Eres
varias urbes a la vez. Tus ángeles maquinan, caída la mañana, la exhumación de
mi bautismo, y además desde temprano me hacen
pasar lista ante la tutela de tu otro yo y la lejanía del redoble de la escolta
en la primaria. Al amanecer, mientras el briago tambaleante
en la puerta del tugurio tapa deslumbrado con el brazo su mirada, igual que los
vampiros que le temen a la luz del día, yo le arrebato una hoja al calendario.
Aunque más bien pareciera arrancarle emocionado la etiqueta a tu vestido nuevo,
porque con el suave techo que va
cubriendo al tiempo es que tu te vistes cada día. En la palma de tu mano
está la línea de la vida que predice el destino del foráneo y del andarín, calles donde el solitario saca a pasear su propia
sombra. En tu callejón, la sombra del rufián recién acribillado huye despavorida
del que con la mano se persigna,
como el aleteo desprevenido en la paloma cuando llama a misa el campanario. Desde que aprendí a caminar a la ciudad, mi cuerpo ya no huele a mí, huele a todos sus
rincones, al perfume perpetuado de la puta que te premia con un beso al final
de tu primera vez. Entre el barullo tumultuoso de los bares, un marido juega al
espía escurridizo, con la misma duda
temerosa del niño que mirando el aparador aguarda a que el maniquí vaya
cobrando vida. La ciudad está llena de días que no comienzan ni terminan, igual
a las hojas inconclusas que va arrojando al cesto el escritor frustrado. Hoteles
de paso donde los amantes hacen de su abrazo un indescifrable nudo, tan lleno
de eternidad como el meticuloso amarre a la agujeta en los zapatos que lleva al
caminar el niño. Ahí muy cerca, torres gigantescas que no son el cuartel del
súper héroe, simples azoteas desde donde vuela, sin un ángel de la guarda que
le hable al oído, el suicida. A la Ciudadela arriban niños para celebrar el fin
de la batalla entre los dioses contra el mundo, brincan charcos con la misma
intrepidez del militar sorteando trampas de un campo minado. En tu oscuro callejón se encubre para siempre el
crimen pasional convertido por el policía corrupto en una simple ratería.La multitud y su
cansancio se vuelcan al café de chinos: muelles sin océano por dónde algún día
arribarán recitando sus heroicas hazañas el prófugo y el exiliado, o tal vez
marinos que derrochaban en cada paradero sus promesas de infinito amor. Dos enamorados que se citan junto a tu gigantesco mástil -ya solitario y
sin poder oscilar ninguna nacionalidad- como el delgado incienso por donde se fugan
las cenizas de sus adulterios. En el límite de tu frontera una niña en brazos se despide
de tus lienzos con su tierno ademán, como si desempolvara con la mano el
infinito. En la noche, el estruendo de la sinfonía a la ciudad se apaga. Entonces,
la luna curva de tu cielo me remite al garfio que de un solo manotazo ordena un
trago en el más recóndito de tus burdeles. Es hora de poner a escurrir el alma
en la ventana: tendedero de los huérfanos y de los que tienen apellido popular.
Y al pedir hincado por tu bien, te llamaría en diminutivo como la madre
cariñosa a su hijo, pero la ciudad se escribe con mayúsculas en la primera
plana ofertada por el voceador, quien imitando la misión del clérigo, reparte textos
bíblicos siniestros que presagiarán tu muerte.
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Tic-tac
Cuauhtémoc Rodríguez
Me
despierta la metralla aletargada
de
la manecilla:
lengua
con que el tenue sol
va
dando chupetadas
al
descongelamiento de la noche.
Abro
los ojos. De mi ventana
cuelga
ahorcada una doncella
que
no supo la coreografía
al
zapatear del aguacero.
Me
siento en la cama.
Mientras
bostezo,
tallo
con los puños mis dos ojos:
desvelo
donde me han roto
el
corazón,
pero
que aún sigue latiendo
a
tiempo, como si en mi pecho
estuviera
el de quien me lo rompió.
Aunque
sé, como es costumbre,
horas
más tarde
ella
vendrá hacia mí con un alegre trote,
como
bailarina que retorna
entre
aplausos al encore.
Camino
a tientas hasta el baño.
Ahí,
la luna asoma una burlona risa,
como
aplaudiendo
al
vals resbaladizo que ejecuto
en
la parodia del sonámbulo.
Me
visto, poniéndome el atuendo
que
ha aguantado mucho más
a
la severidad del tiempo
que
la telaraña rota
en
la esquina de mi espejo.
Después
quito
el
seguro de la puerta de mi casa,
al
abrirla, con su rechinido tétrico
me
avisa que la rutina de mi día
será
muy parecida
a
alguna de las crónicas
que
narra en esa esquina
el
pasquín amarillista.
Durante
la jornada rememoraré la misma pesadilla
que
he tenido a diario desde que era niño,
un
espectro me lee la partitura
de
la sorda sinfonía
orquestada
por el relojero.
En
la tarde, un cigarrillo,
cronómetro
del preocupado,
cuya
ceniza va cayendo
al
ritmo de la canción de antaño
que
resucita el trovador,
quien
al compás irregular se contradice
con
el mesurado andar de mi zancada.
Ya
en la noche,
antes
del ilusorio ritual de la oración,
es
cuando de nuevo
hago
girar la cuerda a mi reloj,
como
si fuera la rifa
de
mi destino,
porque
no hay fanfarria más monumental
a
la llegada de la verdadera muerte
que
la nerviosa risotada
de
mi despertador.
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Luna
Cuauhtémoc Rodríguez
La
luna, es un ataúd abierto
en
la víspera del turbulento día.
Una
moneda sin valor
suspendida
en el aire,
mientras
uno de sus lados,
al
caer, dictaminará
la
magnitud de mi sentencia:
me
levanto de la cama hoy
o
tal vez quedaré dormido
para
siempre.
Es
una cabeza de alfiler
con
que la muerte va tejiendo al día
y
un túnel en el tiempo
donde
no encontrará
ningún
destino
mi
desilusión.
Ahí,
mi abandono
traza
los límites
de
su nacionalidad,
como
si mi ventana
fuera
el mapa de un pueblo fantasma,
mientras
me hinco
ante
el conejo y su receta
contra
la superchería.
Hacia
el horizonte,
se
postra como un lunar
al
lado de la boca
bostezando
sobre la penumbra,
como
el que se ahoga
resignado
en el océano.
En
la madrugada
le
regala al artesano la clandestinidad
que
hay en el diván donde se recuesta
la
mujer desnuda,
mientras
afuera sirve como mesa
donde
juegan
al
azar los indigentes.
La
luna es la máxima presea
inspiradora
de las argucias
del
Donjuán.
Y
también sirve de ostia
para
comulgar
a
todos esos desahuciados
que
pronto morirán
de
desamor.
Le
gusta llevar
la
bitácora del mendigo:
en
las noches se ocupa
preparando
la emboscada
a
los feligreses de su hegemonía,
y
además se convierte
en
una brújula
que
encaminará a la carta en la botella
bendecida
por el náufrago.
Es
el único testigo
del
deseo incumplido
en
la plegaria noctámbula infantil.
También
del pacto roto
entre
la noche y la luz del día
que
consiste en no robarse
miembros
entre su congregación
La Luna, redonda
como el dibujo de una cara,
que en la infancia hacíamos todos
y nos arrebataba una carcajada.
Hoy,
tan sin razón de ser,
como
la palidez del miedo
que
he sentido siempre
por
la vida, pero como la moneda,
tan
preciada por el pordiosero,
girando
golpetea
contundente
sobre el pavimento
igual
al mazo que usa el juez,
para
dar el veredicto a favor
de
la chiripa de mi buena suerte.
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Colilla de cigarro
Cuauhtémoc Rodríguez
Antes del comienzo
de tu penosa agonía,
eras la señal
donde miraba la ruta
que debo de seguir
hacia mi más grande sueño.
Pero después,
ya inerte en el piso,
solamente camuflajeas la
bala
perdida que incrimina
al asesino.
Para el holgazán,
eres el retrato hablado
de un diente postizo
que ha perdido entre la
rebatinga
el mafioso.
Y en la maceta
de la flor marchita,
tumba que improvisa para ti
el meditabundo,
no podrás ser reconocida
por ninguno de tus
feligreses
entre los cadáveres
de un ejército abatido.
En la mañana,
la ciudad
también apagará sus luces
lista para gobernar
al mundo entero:
provincia del inapagable
universo
que aún habita en tí,
colilla de mi último
cigarro,
y que en breve te
convertirás,
bajo el zapato poseído,
por el mandamás de tus
infiernos,
en la soberanía
de mi más grande conquista.
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In Memoriam
Cuauhtémoc Rodríguez
Cuando muera,
y nadie se acuerde
de quién fui,
el erudito no hará retumbar
mi nombre entre el eco
de la callada biblioteca,
ni seré materia de debate
entre el revolucionario y el
conservador.
Solo pediré que me dejen
ser devorado entre la tierra
por el feroz enjambre
de mi monotonía.
Al
morir, no podré
ser
el modelo
para
el vendedor de souvenirs,
ni
tampoco convertir
mi
alma en mapa
en
donde el feliz imitará
la
misma ruta.
A
la hora de dormir,
como
el niño rezagado
al
paso presuroso de su madre,
estiro
mi brazo
para
alcanzar la mano
que
se me escabulle de la muerte.
Aunque
el perro
esperando
al
tren
de madrugada
olfatea
mi alma en pena
para
comprobar
si
huele a vivo.
Al
rezar arrodillado
pediré
que se cumpla
la
constante súplica a su Dios
de
mi enemigo:
moriré
como el cobarde
-derrotado
en la batalla
por
el súper héroe-
en
el total anonimato.
Por
eso no podré ser
el
slogan de la revolución
del
sublevado.
Mis iniciales
no serán letra sobresaliente
en el abecedario
de las enciclopedias,
y no habrá una estatua mía
que impondrá su autoridad
frente a los niños
que ante mis esculpidos ojos
se batirán a duelo
en una cascarita.
Menos aún,
en mi cripta se formará
un nuevo horizonte
que por fin
sea la inspiración
para la gran historia
que esperaba
el novelista trasnochado.
Y durante mi velorio
no habrá quien contrate
la embriaguez y lloriqueos
de la actuación mediocre
del histrión.
No
quiero reencarnar
y
convertirme en el nuevo miembro
del
clan de la felicidad.
Prefiero
ser como la luna,
que
solo renace para poder
ser
admirada una vez más,
según
el último deseo
de
la carta escrita
por
el condenado a muerte.
La
voz del viento
es
el Réquiem que se canta
a
la partida de esta vida
del
abandonado y del solitario.
Como
yo, que me iré
siendo
enterrado hasta el fondo
de
mi ancestral espejo:
vitrina
vacía de los trofeos
que
nunca recibí.
Cuando
yo me vaya
nadie
se conmoverá
con
la austeridad
de
mi dedicatoria,
ni
habrá grandes magnates
comprando
las páginas
enteras
de mis obituarios.
Solo
unos fisgones
que
entre su chismorreo
mostrarán
indiferencia
ante
la pulcritud al excavar
de
mi sepulturero.
Pero
mientras cae la tarde
las
estrellas poco a poco
formarán
la noche
y
su enmudecimiento,
como
si así
el
universo entero
entregará
respetuosamente
ante
mi tumba
un
minuto de silencio.
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Candil entre la bruma del Támesis
Cuauhtémoc Rodríguez
Mientras eres el fulgor que
retracta el deseo de aventarse hacia el río del suicida, es la gran urbe
perdida quien te busca como el invidente tratando de encontrarse con la luz del
día.
Eres motivo suficiente para el
exiliado que prefiere la cancelación de su salida para ver tu resplandor por siempre, que
regresar a los encantos de su tierra. Además, luz que incita al beso eterno de
los enamorados que por fin se han dado el sí.
Eres más sutil que la lámpara del
policía alumbrando el cerrojo donde entra la llave que no puede encontrar el
alcoholizado. Pero necesaria como la antorcha apretada por la mano del hereje que
huye presuroso ante la bandada de los sádicos inquisidores.
El río que se rinde ante tus pies
jamás le ha temido a los gestos de terror cuando se le aparece el mar, porque
se acuerda, cómo de una gran mordida, había desenterrado la osamenta bendecida
ya por la mano tremola del Dios Baco. Y quien conoce mucho más los siete mares
que el prestigiado capitán, abuelo de Lord Byron.
Una banca es el perfecto podio
para que el parlamento de indigentes dicte la severidad de tu sentencia,
quienes a coro de blasfemias se posesionan de la inocente alma que levita sobre
tu escultor.
Además, tu mástil parece un santuario
viejo donde una pareja hace perpetuo su amorío con la firma rústica de un
corazón con una flecha y sus iniciales. Estandarte de las conquistas que lleva
en su haber la leyenda narrada por tu imperio.
En cambio, yo te admiro más que al
nacionalismo de mi noctámbula rutina, cuando salgo de mi casa a observar la
luna con melancolía, recostado en el techo del vagón abandonado.
Algún día el cauce morirá, más no
el universo deambulando entorno a la brevedad de tu perfecta órbita. Pero hoy,
la gran urbe que ha sido borroneada como la tarea mal hecha de los niños, se
reescribe.
Y mientras el briago muere de
tristeza abrazado de tu pedestal, tu luz junto al revoloteo de una palomilla conmemoran -como si
fueran orquestados por el desvelo del farero- el arribo al puerto de la vida de
una ciudad que parecía morir como la gota de la lluvia: náufrago dando gritos
de auxilio en medio de la inmensidad de mi ventana.
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Encore para el moribundo
Cuauhtémoc Rodríguez
Poseído por tu alma de profeta,
culpas del perverso maleficio que te aflige
al mutismo de la luna.
Tan redonda y alta
como las agudas notas
de tu noctámbulo silbido, cuyo compás exacto
no coincide con lo sincopado
en tus lúgubres latidos.
En el rincón de una barra del tugurio
la puta y el gitano escuchan
boquiabiertos tu monólogo sublime,
pretexto para limosnear
a la élite de los presentes un trago más
de sus licores prestigiados.
Después, la muerte, te va llevando lento
de la mano hacia la luz final del túnel,
igual que el púber haciendo la obra buena
de cruzar la transitada calle
con el achacoso anciano.
Tu sombra se suicida arrojándose
al vacío de la noche,
envidiando no poseer
una impecable dentadura
como la boca transparente de la luna.
Extraviadas cenicientas
alérgicas al día, son los únicos testigos
del léxico florido
que firma la declaratoria de guerra
en contra del mentor
que no acredita tu fantástica mitología.
Entonces
imitas a la prostituta,
quien mientras amanece,
se viste con el disfraz modesto
que llevan puesto los profesionistas,
para así ocultarle al intachable
antecedente familiar
su verdadero oficio.
Y parodias -como en la pista principal
circense- lo que escribe en su diario,
que oculta por debajo
de la almohada, el infeliz.
Pero antes bautizarás
con tu exorcismo
al demoniaco pie
del árbol ancestral:
alma ultrajada
que con blandengues manos
por fin bendice velozmente a la otoñal aurora,
como la otrora rítmica que se agita,
la bandera diminuta del infante
en el desfile tradicionalista.
Mientras tanto te levantas, renaces,
y las madrugadoras aves inmortalizan
al unísono tu pegajosa tonadita.
Silbas con el triunfalismo
del que regresa al escenario
para hacerle reverencia
al único pero repetido aplauso
de quien te dice ser
un gran admirador,
por haberla esquivado otra vez,
la muerte.
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Peripecias de un mirlo
Cuauhtémoc Rodríguez
Poco antes del amanecer
eres el solista principal,
con tu sublime voz,
del programa dedicado a la tremenda
sinfonía
que ejecuta mi despertador.
Y al abrir los ojos, desde mi
ventana te observo
manteniendo el equilibrio
entre el angosto precipicio que
divide
a la noche con el día.
Antes de salir
a conquistar el mundo,
en una fuente,
un dios ya muerto
te bautiza con el nombre
que te da la magia
para gobernar el cielo,
tan infinito como el gran vacío
donde se estaciona
mi eterna soledad.
Eres compañero cotidiano
de la viuda y del solitario,
a quienes hablas al oído
para que tomen
mejores decisiones
a las dictadas
por sus ángeles de la guarda.
Vuelas con tu cuerpo color gris:
camuflaje para los infantes
que te persiguen con sus resorteras
entre lo descolorido del día
nublado.
Como mis lágrimas
que también pasarán
desapercibidas
al desatarse la tormenta
En la tarde
picoteas como si suturaras
cuidadosamente el horizonte:
profunda herida que me ha dejado
nuevamente durante la jornada
un arraigado desamor.
Por eso antes de dormir te
escucho
imitando a una mujer
que llega alegre hasta la puerta
de su casa,
cuya elegancia en su silbido
me demuestra cómo la felicidad
es algo que aprendió siempre de
ti,
pero jamás conmigo.
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